Soy mi propio monstruo, pensé y apenas abrí un ojo tuve miedo de aventurar la mirada más allá de los límites de las sábanas. Tenía la firme sensación que la transformación estaba en su más temprana primavera y que sería lenta y tortuosa.
El peso de los pecados, en su mayoría silencios y delirios inconclusos, me fué encorvando hasta convertirme en este espécimen indescifrable. Aún así, pude empujar mi pesada y polvorienta piel de cetáceo deshidratado, hasta la división que separa el cuarto de la biblioteca. En puntas de pié tanteé la máquina que, tras dos intentos, pude colocar en la alfombra.
Siempre me sentí cómodo cerca de la superficie, eso de volar se me da antojadizo y arbitrario. Como que uno puede dar riendas sueltas y perder el hilo, la conexión con lo humano. El ancla.
Sentí calambres, esquirlas de un tiempo en pasado corriendo permanentemente hacia un futuro imperfecto. Abrí y cerré los puños, quizás buscando disipar un poco de torrente sanguíneo por mis vasos añejos. Levanté la mirada en busca de presión y la ví. Sobrevolando mi cabeza, las gotas me punzaban la frente y su aleteo movía mi cabello en breves pero fuertes brisas.
Lo comprendí, ella y yo estábamos de vuelta.
Siempre me sentí cómodo cerca de la superficie, eso de volar se me da antojadizo y arbitrario. Como que uno puede dar riendas sueltas y perder el hilo, la conexión con lo humano. El ancla.
Sentí calambres, esquirlas de un tiempo en pasado corriendo permanentemente hacia un futuro imperfecto. Abrí y cerré los puños, quizás buscando disipar un poco de torrente sanguíneo por mis vasos añejos. Levanté la mirada en busca de presión y la ví. Sobrevolando mi cabeza, las gotas me punzaban la frente y su aleteo movía mi cabello en breves pero fuertes brisas.
Lo comprendí, ella y yo estábamos de vuelta.