Qué linda tarde, soleada y fresca peinando su cabeza.
Sentado, al borde del banco, con los brazos muertos y la nuca en la madera.
El polvo vuela y se deposita en sus pestañas.
Nada lo molesta, todo le parece perfecto.
Una chica, ondulada, toda, dorada y brillante cruza la avenida.
Su vestido, en remolinos, descubre un muslo y en él un lunar.
La sigue con la mirada, corre el sudor de su frente con la manga del overol y contiene el aliento.
Articular sonido alguno le parece un pecado.
Se calza el caso y martilla.
El pavimento, luego, esconderá el secreto.