Casi metódicamente arrojó su cuerpo fuera de la cama.
Otra mañana gris comenzaba en su vida.
Caminado hacia la cocina, su única conexión con el mundo era la fría cerámica.
Taza de café. Ventanal abierto.
Otro día más. Como ayer, como antes de ayer, y antes, antes de ayer…
¿Dónde estaban los cigarrillos?
Con un leve paneo cervical vislumbró el box sobre la mesada ocre acaramelada.
En el lugar de siempre. En el lecho de mimbre, que unas veces ocupaban las milonguitas y alguna que otra roseta. Hoy el amante de turno estaba rojo de la vergüenza, como verde de rabia estuvo su antecesor al ser reemplazado por falta de gas.
La vida del fósforo, sin embargo, es más relajada- pensó – El encendedor posee, al menos, más chispa.
Odió su vida. Su estresante rutina.
Quería dejarse caer en una caja y no hacer nada más que encender papeles de seda.
Creyó que sería más fácil, menos comprometido.
De pronto, se apagó la luz. Sus miembros se pegaban y endurecían rápidamente.
No lograba comprender. Sentía los ojos cegados aún abiertos.
Su excesiva inquietud se percibía en el aire y generó desconfianza en los demás habitantes. La bola corrió rápido. Sería el próximo.
Afuera, los pasos fueron cada vez más nítidos hasta desaparecer cercanamente.
Adentro, el temblor.
La luz repentina lo cegó nuevamente. Giró sobre su eje y al menos un centenar de cabezas coloradas lo señalaban acusadoramente. ¡Intruso! ¡Impostor! ¡Ventajero!
Se recorrió sin encontrarse las manos ni los pies. Su cuello estaba atornillado.
La suave piel de su amante envolviéndolo fue su último recuerdo, la misma suavidad que lo consumió. Como a otros, muchos.
Los vecinos de la habitación contigua.
Otra mañana gris comenzaba en su vida.
Caminado hacia la cocina, su única conexión con el mundo era la fría cerámica.
Taza de café. Ventanal abierto.
Otro día más. Como ayer, como antes de ayer, y antes, antes de ayer…
¿Dónde estaban los cigarrillos?
Con un leve paneo cervical vislumbró el box sobre la mesada ocre acaramelada.
En el lugar de siempre. En el lecho de mimbre, que unas veces ocupaban las milonguitas y alguna que otra roseta. Hoy el amante de turno estaba rojo de la vergüenza, como verde de rabia estuvo su antecesor al ser reemplazado por falta de gas.
La vida del fósforo, sin embargo, es más relajada- pensó – El encendedor posee, al menos, más chispa.
Odió su vida. Su estresante rutina.
Quería dejarse caer en una caja y no hacer nada más que encender papeles de seda.
Creyó que sería más fácil, menos comprometido.
De pronto, se apagó la luz. Sus miembros se pegaban y endurecían rápidamente.
No lograba comprender. Sentía los ojos cegados aún abiertos.
Su excesiva inquietud se percibía en el aire y generó desconfianza en los demás habitantes. La bola corrió rápido. Sería el próximo.
Afuera, los pasos fueron cada vez más nítidos hasta desaparecer cercanamente.
Adentro, el temblor.
La luz repentina lo cegó nuevamente. Giró sobre su eje y al menos un centenar de cabezas coloradas lo señalaban acusadoramente. ¡Intruso! ¡Impostor! ¡Ventajero!
Se recorrió sin encontrarse las manos ni los pies. Su cuello estaba atornillado.
La suave piel de su amante envolviéndolo fue su último recuerdo, la misma suavidad que lo consumió. Como a otros, muchos.
Los vecinos de la habitación contigua.